domingo, 11 de enero de 2009

NACIONALISMOS


El señor K. no consideraba necesario vivir en un país determinado.
Decía:― en cualquier lugar puedo morirme de hambre.
Pero un día que pasaba por una ciudad ocupada por el enemigo del país en que vivía, se topó con un oficial del enemigo, que le obligó a bajar de la acera. Tras hacer lo que se le ordenaba, el señor K. se dio cuenta de que estaba furioso con aquel hombre, y no sólo con aquel hombre, sino que lo estaba mucho más con el país al que pertenecía aquel hombre, hasta el punto de que deseaba que un terremoto lo borrase de la superficie de la tierra.
«¿Por qué razón ―se preguntó el señor K.― me convertí por un instante en un nacionalista?
Porque me topé con un nacionalista.
Por eso es preciso extirpar la estupidez, pues vuelve estúpidos a quienes se cruzan con ella.

Bertold Brech

QUEMAR LAS NAVES


El día o la noche en que por fin lleguemos
habrá que quemar las naves,
pero antes habremos metido en ellas
nuestra arrogancia masoquista
nuestros escrúpulos blandengues
nuestros menosprecios por sutiles que sean
nuestra capacidad de ser menospreciados
nuestra falsa modestia y la dulce homilía
de la autoconmiseración
y no sólo eso
también habrá en las naves a quemar
hipopótamos de Wall Street
pingüinos de la OTAN
cocodrilos del Vaticano
cisnes de Buckingham Palace
murciélagos de El Pardo
y otros materiales inflamables.
El día o la noche en que por fin lleguemos
habrá sin duda que quemar las naves,
así nadie tendrá riesgo ni tentación de volver.
Es bueno que se sepa desde ahora
que no habrá posibilidad de remar nocturnamente
hasta otra orilla que no sea la nuestra,
ya que será abolida para siempre
la libertad de preferir lo injusto
y en ese sólo aspecto
seremos más sectarios que Dios padre,
no obstante como nadie podrá negar
que aquel mundo arduamente derrotado
tuvo alguna vez rasgos dignos de mención,
por no decir notables,
habrá de todos modos un museo de nostalgias
donde se mostrará a las nuevas generaciones
cómo eran:
París
el whisky
Claudia Cardinale

Mario Benedetti

Poema 59

Así,
tantas palabras, tantas vastas palabras
para nada.
Bebo el sol áureo de la tarde,
borracho de sudores de instintos,
espectante,
sin otro aliento que el fantasma
borroso de un engaño.

Galopa el solitario frenesí
que eyacula distancias,
viene de lejos, de los antiguos días,
del ingenuo temor que sentía yo entonces
cuando un beso era un dios imaginario.
Es un conglomerado de puentes de ceniza,
de bosques de pechos impacientes
y adolescentes con alas de zodiacos
y sorda voz de novia ensangrentada,
fértiles cabelleras sobre hombros de noche
que exigían mil llantos,
desnudeces de sueños, ataudes de lunas,
vientres repletos de locura
que murieron al alba.

Así,
llegarán cada día los recuerdos,
serán una mirada pálida,
una voz ronca,
el hervor de la sangre reprimida,
una cama sin nadie.

Así,
llegará la mano de ámbar
que te aleje del mundo.

Del libro En el azul.

Poema 58

No hay en mí la fuerza
capaz de retenerte
ni, tampoco, el coraje para
decir una palabra: ! quédate !
Solo poseo una herida y
el convencimiento de haber encontrado algo
que no volverá a repetirse.

Del libro En el azul.

martes, 6 de enero de 2009

AL OTRO LADO DEL PUENTE

La historia que me contó Santiago.

-fragmento del epílogo de la emotiva novela en la que mi amiga, la escritora Isabel Goig Soler, va desgranando pasajes de la historia de mi familia con el poder evocador y de testimonio que las palabras confieren a la vida-

Hace años, cuando Santiago y yo vivíamos en esa edad que se balancea entre la juventud y la sensatez, mostrándose remolona para abandonar la primera, nos conocimos. A él le gustaba escribir poesía, pintar y dirigir teatro y a mí recitar, vivir y desear interpretar el papel de Bernarda Alba, cosa que nunca le dije, tal vez si lo hubiera hecho lo hubiera conseguido, y una cosa es desear y otra muy distinta que los dioses nos castiguen concediéndola.
Ese amor por la poesía llevó a Santiago a publicar un libro azul y blanco, con ventanas por donde habían entrado y salido tantas vidas e historias que agotaron la madera y oxidaron los herrajes.
Lo dedicó a Janis Joplin, Pink Floid, al muchacho con querencias de viento en la noche madrileña, a Isadora Duncan que confundía el reflejo de la luna en el mar con mercurio, y a todos los recuerdos todavía frescos de unos años diseñadores de la memoria de su vida.
Algunas veces nos reuníamos en su Arcadia particular, un estudio con primores de bordados y antiguas copas de cristal tallado. Nos acompañaban, además de otros amigos, algún vino espiritoso,la poesía y la música y mis eternos cigarrillos a los que deberé ser infiel y desleal algún día. Allí vivíamos intensamente las horas que nuestras obligaciones nos dejaban libres, que casi siempre eran las nocturnas.
Esa vida, esas cosas que nos van sucediendo mientras deseamos que sean otra las que nos visiten, no fueron distanciando. Unos años más tarde, él me telefoneó. Siempre es Santiago el que me telefonea, yo soy mas distante, pero nunca se ha quejado, ya se sabe que en la amistad, como en el amor, uno aporta más, o la cuida mejor, y ese es él, quién, por cierto, nunca me ha hecho ningún reproche, y siempre se ha conformado con decir "ya te conozco". Así son los amigos.
Cuando gracias a esa llamada nos volvimos a encontrar, faltaban tres personas en nuestras vidas. Sus padres, fallecidos en el espacio de unos meses, y mi compañero. Fue duro, pues ninguno de los tres tenía la edad en que se considera razonable que alguien se vaya para siempre, pero como es un sentimiento que todos padecemos a lo largo de nuestras vidas, lo dejaré ahí y que cada cual ponga su acento.
Volvieron a discurrir año en los que la amistad se mantuvo aletargada a la espera, otra vez, de una de sus llamadas.Santiago había marchado a tierras lejanas y yo anduve muy entretenida, dispersa, dejando que los días pasaran, muy deprisa, por cierto, a la vez que me envolvía el olor de los cominos y el color del azafrán. Mientras, tes personajillos iban pasando del diminutivo al aumentativo hermoso, dando otro fruto pequeño que se convertirá, creo y deseo, en alguien tan especial como la línea que le antecede.
Cuando de nuevo volvió Santiago a nuestra tierra, cayó en sus manos uno de mis libros y algún relato de esos que me inspiran los ancianos, los poseedores de la sabiduría, le debió gustar, pues me dijo "tengo que contarte una historia". Y cuando alguien me dice eso, todo mi metabolismo se pone en marcha y la razón, esa cosa indefinible que se empeñan en llenar de circunvoluciones y llamar cerebro,se confunde con los sentidos y la historia comienza a fraguarse.
Y Santiago me contó una historia, en efecto, muy cercana a él, de amores, pasiones, felicidades y tristezas, como todas las historias, como todas las vidas. Era, ni más ni menos, que la historia de amor de sus padres. Comenzó la contera durante la comida y continuó en los paseos de la Alameda, cuando el otoño comenzaba a soplar a unos árboles debilitados por el esfuerzo del calor, haciendo, paradójicamente, que perdieran sus vestidos. Como han transcurrid pocos meses lo recuerdo muy bien. Yo tomaba notas en una hermosa libreta que hace años me regaló mi hermana Luisa, empeñada en que la muchacha que Hopper retratara en la portada le recordaba a su hermana mayor en la prehistoria de su vida. Sabía que los apuntes servirían de poco, pues las imágenes iban quedando grabadas y yo tenía ya la historia dentro...
Unos días después pasé la mañana con Santiago recorriendo los lugares de su infancia. Visité la vieja estación, esos edificio evocadores de historias humanas, con las vías colonizadas por cardillos y el letrero azul descascarillado donde el nombre del pueblo adquiere una importancia insospechada para los propios habitantes, un nombre que será repetido una y otra vez por todos los viajeros que posen sus ojos en él. De la casa de la infancia no quedaba si no el solar desde donde podía verse la carretera que su padre cuidaba con esmero y por donde Santiago vio una vez desaparecer al rey Baltasar. El río grande se adivinaba al fondo. Era otoño y los otoños del año, como los de la vida, son capaces de hacer que las historias se escriban.

Isabel Goig Soler. Al otro lado del puente. Ochoa Ediciones. 2.006

lunes, 5 de enero de 2009

Los idólatras

Cada cual a través de las tinieblas
ansia de luz advierte en las entrañas;
cada cual va buscando con anhelo
un confín que recuerda desde niño,
una aquietada llama. ! Y para cuántos,
esa luz es abismo en que naufraga
su dulce y loca libertad transida !
En los bosques la espada de los cielos
no disipa las sombras, las enciende
de misteriosos halos que se ocultan
entre las altas formas del silencio.
Todo palpita oscuro y aquel rayo
torna más insaciable la existencia.
Hay unos hombre tristes de extravío
que adoran las estatuas, cual entonces,
cuando entre el mirto triste aparecía
un blanco mármol de dormida testa
soñando indiferente su hermosura.
Entre las multitudes las descubren,
entre el vasto oleaje que devora
y hace brillar el sol de las ciudades,
señalan las infaustas criaturas
en cuyos rostros ábrese el abismo
del que nadie retorna. Hay en sus cuerpos,
un claro resplandor de tentaciones,
un esbelto misterio trastornado,
una azulosa llama con que deslumbran
el sediento vacío: las estatuas
son del Amor. Prisiones encendidas.
Los idólatras, cual una garra, sienten
su tierno corazón sobrecogido
y en sus ávidas almas se entroniza
como un furor la imagen engañosa.
Siervos de falsa aurora no conocen
ni placer ni reposo; esperan siempre,
ante el ídolo amado, que se abran
las desiertas regiones de sus ojos
y en el helado pecho van buscando
la imposible palabra. Las coronas
que dejan extasiados en sus sienes,
apenas si un momento vivifican
el lúgubre esplendor y ajadas cuelgan
su insaciable tortura, cual la muerte
deja amarillo el rastro de las horas.
Un inútil desgarro les advierte
la sombría emboscada y nada saben,
divinos ciegos, de la luz que anhelan.

Juan Gil-Albert. Las ilusiones. Ocnos. Edic. Barral 1.975
Los espejos más fieles, más sabios son aquellos que, por deficiencias del azogue, por su desgaste, reflejan nuestra imagen salpicada de puntos oscuros. Sin restarnos limpidez nos añaden las manchas.

Juan Gil-Albert. Cantos rodados. Ambito, 1.976